Me
encontraba muy ansiosa por salir a las 8, mi cita con el mar ya era ineludible
cada día, calzado cómodo y a caminar. Le metía unos kilómetros de marcha a mis
piernas por la zona y teniendo siempre a la Torre de Hércules como la vigía que
todo lo ve.
Cuando llevaba una hora caminando me senté en
una roca y de la nada surgió aquella imagen subiendo desde el nivel del mar,
apareció ese chico misterioso como algo súbito, se veía que no era de aquí,
miraba atónito el poder del mar en el batir con la costa, esos azotes sin
censura que el Atlántico le da a Galicia.
Me
quedé helada cuando me di cuenta de que se estaba acercando a mí, eso me puso
algo nerviosa, pero sentía curiosidad. Haciéndome señas ofreciendo su cámara,
me pidió por mímica que le sacase una foto con el manto azul del océano de
fondo. Olía genial y sus ojos emanaban paz. Un rostro angelical y bondadoso.
Le
saqué la foto y devolviéndole la cámara con una sonrisa, me despedí de él moviendo
la mano. Aquel chico misterioso, con una simple mirada y apenas unos segundos, me
había desnudado la mente y el alma. Me fui alejando y cuando me giré para
mirarlo de nuevo por última vez, ya no estaba, había desaparecido. Así fue como
esa tarde, sin darme cuenta, aquel fotógrafo de lo terrenal y psicólogo de lo
intangible, se había adueñado de mi sonrisa para siempre.
Marcos CL

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